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Carta a las mujeres por el Gran Jubileo del 2000
25 marzo 2000

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Con ocasión del Jubileo del año 2000, Mons. Carlo Caffarra, primer Presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios del Matrimonio y la Familia, entonces arzobispo de Ferrara-Comacchio, escribió una hermosa carta a las mujeres, que ahora reproducimos en la versión española, su lectura nos invita a la reflexión y sobre todo a la esperanza. Traducción: María Teresa Cid Vázquez, Universidad CEU San Pablo [Nota de la editora]

 

Queridísimas hijas:

Hace tiempo que quería escribiros, el Jubileo del 2000 y en particular la solemnidad de la Anunciación del Señor, en la que queremos celebrar el jubileo de las mujeres, me ofrece la oportunidad. Me dirijo directamente sólo a vosotras, mujeres que creéis en Cristo, pero quisiera que estas sencillas reflexiones mías lleguen también a aquellas mujeres que no son creyentes.

1. La verdad originaria de la mujer: Adán-Eva “Dijo luego Yahveh Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’” (Gn 2, 18)

Tal vez en toda la historia nunca como ahora la mujer ha tenido que plantearse el problema de su propia identidad. Nosotros podemos saber la verdad sobre la mujer leyendo y meditando con atención la página que describe su creación (Gn 2, 16-25). En el acto creador su manifiesta el proyecto del Creador, y la verdad de la criatura es el pensamiento de Dios: aquello que Dios ha pensado para ella. La página bíblica es particularmente significativa porque dice explícitamente cual ha sido el motivo por el que Dios ha creado a la mujer: “no es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (v. 18). En estas palabras se contiene el misterio de la persona humana mujer.

“No es bueno que...”, solo la mujer hace posible aquella comunión de personas que hace al hombre salir de su soledad. La soledad de la que habla el texto bíblico no debe entenderse en primer lugar en sentido negativo. Significa la absoluta originalidad de la persona humana en el universo creado. La persona humana, puesta frente a los animales (vv. 19-20), se percibe completamente distinta y dotada de una superioridad respecto a ellos. El hombre está “solo” porque es esencialmente distinto del mundo visible en el que vive. La soledad connota su suprema dignidad. Entonces, ¿por qué el texto bíblico dice “no es bueno que...”? La soledad aquí asume una significación negativa: la persona humana necesita comunicarse con otra persona humana. Esta necesidad, esta exigencia sólo puede ser satisfecha en el encuentro con otra persona: se exige la superación de la soledad, y al mismo tiempo en esta superación se afirma la dignidad única de la persona.

La creación de la mujer es la respuesta a esta necesidad: ella ha sido creada para que sea posible la comunión entre las personas. La verdad de la mujer, puede resumirse en dos afirmaciones fundamentales. La primera, la mujer es una persona humana con igual dignidad a la persona humana varón, porque participa de su misma naturaleza. La segunda, la mujer es una persona humana distinta del hombre; es a causa de esta diversidad por la que el hombre sale de su soledad y se constituye una comunión de personas. La humanidad se realiza en dos modalidades de igual dignidad, pero distintas en su configuración interior: la masculinidad y la feminidad. Por tanto, podemos decir que la soledad del hombre de la que habla el texto bíblico, no significa solamente el descubrimiento que el hombre hace de ser distinto —y superior— de los otros seres vivientes, sino también el descubrimiento de su vocación a ser para otra persona. Y por tanto, nace el deseo, la esperanza de una “comunión de personas”.

Después de crear a la mujer, dice el texto bíblico que Dios “la conduce hasta el hombre”: la mujer es donada por Dios al hombre. Es el don más precioso hecho al hombre. La palabra bíblica “la conduce” connota significados profundos. Una persona no puede ser donada como se dona una cosa. Ella debe consentir ser donada: debe ser ella la que se done a sí misma. Por tanto, el texto bíblico significa, por una parte, que la vocación de la persona es el don de sí, y por otra, que la persona debe consentir a esta su vocación. 

No podemos dejar de recordar el texto del Concilio Vaticano II donde se enseña que la persona humana es la única criatura en el mundo visible que Dio ha querido “por sí misma”, añadiendo rápidamente que la persona humana no puede “encontrarse plenamente si no a través del don sincero de sí” (GS 24). En este texto se señalan con gran precisión la verdad y el ethos de la “comunión de personas”. La verdad: la comunión de personas solo puede constituirse a través del don recíproco ofrecido y aceptado; el ethos: cada uno debe ser acogido como ha sido querido por el Creador, es decir, “por sí mismo”. La unidad verdadera entre el hombre y la mujer se realiza solo a través del amor. El amor, de hecho, es este don de sí que nace de la afirmación de la persona “por sí misma”. La persona humana, hombre y mujer, se convierte en don en la libertad del amor y así se encuentra a sí misma. El texto bíblico describe ciertamente la comunidad conyugal. Jesús mismo lo interpretó de este modo (cf. Mt 19, 4), así como el autor de la carta a los Efesios (cf. 5, 31-32). Es importante, por varias razones.

A la luz del principio de la creación, la comunidad conyugal monogámica e indisoluble es, en cierto sentido, el paradigma fundamental de toda sociedad humana: unidad en la diversidad; unidad en la cual cada uno es afirmado y acogido “por sí mismo”; constitución de una comunión de personas. Según la página bíblica, esto ha sido posible por la presencia de la mujer. A ella parece ser confiada de modo especial la misión de hacer posible la comunión de personas, la custodia de la libertad del don, el cuidado de que la persona sea siempre querida “por sí misma”.

Sin embargo, el misterio de la feminidad se manifiesta y se revela plenamente en la maternidad: en la capacidad de concebir una nueva persona humana, de darle su forma originaria. En una unión singular con el Creador (cf. 2 Mac 7, 22-23), la mujer coopera con Él de un modo único a que se forme una nueva persona “a imagen y semejanza de Dios”. Durante los nueve meses de la gestación, Dios está presente de un modo único en la persona de la madre, ya que sólo de Dios puede provenir aquella “imagen y semejanza” que es propia de la persona humana. El momento en el que la mujer vive el milagro de dar a luz al hijo, tal vez es el momento en que se concede a una criatura humana vivir más intensamente la alegría del acto creador de Dios. Por ello, la maternidad exige una especial veneración y respeto.

La intención de Dios creador, cuando crea a la mujer, ha sido “dar una ayuda adecuada” al hombre; hacer posible una verdadera comunión entre las personas. La comunión entre hombre y mujer se constituyen en la unidad de la diversidad, a través del don sincero de sí, en el cual cada uno es acogido “por sí mismo”. De esta unidad puede ser concebida por la mujer una nueva persona humana, en una misteriosa pero real cooperación con Dios creador.

 

2. La verdad desfigurada de la mujer: “La serpiente me ha engañado y he comido” (Gn 3, 13)

“Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro” (Gn 2,. 25). Así termina el relato de la creación, ¿qué significado tiene la desnudez originaria? En la justicia originaria, el hombre y la mujer están en posesión de una armonía interior que les impide mirarse como posible objeto de uso, rebajarse a ser una cosa de la cual poder disponer. La desnudez de la que habla el texto significa que hombre y mujer, en la justicia originaria, poseían plenamente la verdadera libertad, aquella que consiste en la capacidad de donarse. A través del cuerpo, veían la persona, y por tanto, a causa respectivamente de visión de la masculinidad y de la feminidad, tomaban continuamente conciencia de su vocación a la comunión interpersonal. Además, el texto quiere llamar la atención sobre la condición fundamental de la libertad comprendida como capacidad de autodonación: el dominio de sí (auto-dominio).

La pérdida de la justicia originaria, consiste, principalmente, en la desobediencia al Creador. Pero esta injusticia hacia Dios, tiene como consecuencia la pérdida inmediata de la desnudez originaria. El hombre y la mujer pierden esa capacidad de mirarse como personas a través de su masculinidad y feminidad: como personas que queridas “por sí mismas”, pueden encontrase solo en el don sincero de sí. Pierden la capacidad de hacerse este don, aunque permanece el deseo de la comunión interpersonal. ¡La raíz de toda la deformación de la verdad originaria de la mujer es ésta! Veamos que frutos ha producido esta deformación.

¿Cuál es la esencia de ese modo desfigurado de mirarse el hombre y la mujer, cuando no se miran como personas que Dios ha querido “por sí mismas”? Mirarse como se miran dos individuos separados el uno del otro. Existe una diversidad esencial entre una visión personalista del hombre y una visión individualista. Según la visión individualista, la persona humana no está constitutivamente en relación con el otro: está por naturaleza encerrada en sí misma. Este estar encerrada en sí consiste en que su deseo es solo y siempre deseo de su propio bien; su razón es incapaz de conocer la verdad sobre el bien/mal de la persona humana como tal (=bien moral), está al servicio de la búsqueda de la propia felicidad individual. Según esta visión, cada relación con el otro solo puede ser fruto de un “acuerdo”, construido como encuentro de dos egoísmos opuestos, que reclaman una paridad entre el dar y el recibir. La sociedad humana, cada sociedad humana, se convierte en una frágil convergencia de intereses opuestos: la búsqueda de mi bien puede prescindir del bien del otro, puede incluso oponerse al bien del otro. Es posible conseguir mi bien sin o en contra del bien del otro. El individualismo así entendido es el verdadero cáncer de nuestra sociedad occidental. 

Este individualismo oscurece y desfigura la verdad originaria de la mujer, la verdad originaria de la relación hombre-mujer, ¿de qué modo? Al nivel de las estructuras antropológicas permanentes. Somos conducidos al nivel más profundo del texto bíblico que habla por primera vez de la relación hombre-mujer después del pecado original: “Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará” (Gn 3, 16b). 

En el hombre y en la mujer permanece su vocación a la comunión interpersonal, su deseo de unidad (Gn 2, 24: “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne”), pero este deseo se convierte, de hecho, en un dominio del uno sobre el otro. Puesto frente a la mujer, el hombre que es justo porque está en alianza con el Señor, siente alegría, estupor, porque finalmente está con una persona, con alguien y no sólo con algo (animales o cosas). Ahora esta visión de la persona se ha corrompido en instinto y afán de dominio. En la relación se introduce precisamente aquella lógica individualista de la que hablábamos; es la experiencia de ayer y de hoy que demuestra que el hombre, poseyendo mayor fuerza, domina y sojuzga a la mujer. La mujer es utilizada, esclavizada, violentada.

Es importante comprender la transformación-corrupción de la relación originaria de comunión en relación de dominio. Consiste en una degradación que se realiza respecto a la mujer en el corazón del hombre. Una degradación que consiste en reducir la persona de la mujer a un cuerpo del que puede usar con vistas a la reproducción o por el propio placer. Es una verdadera y propia des-personalización de la mujer. La estructura antropológica fundamental es esencialmente transformada, y la institución matrimonial sufre una progresiva degradación, crece la convivencia libre, signo de una libertad con frecuencia reducida a la pura espontaneidad de la búsqueda del propio bienestar psicofísico. Existen verdaderos signos de la degradación de la mujer, por ejemplo, la prostitución, verdadera forma de esclavitud.

Al nivel de las “estructuras antropológicas permanentes” de la relación hombre-mujer, veamos otra dimensión esencial de esta relación: la maternidad, ¿qué es la maternidad? No es vana la pregunta, hoy no es infrecuente que el niño sea considerado como “algo” que es necesario para la propia realización individual, y por tanto, se habla del “derecho a tener un hijo”, o bien que sea considerado como “algo” que impide la propia realización individual, y por tanto, se apela al “derecho a abortar”. Además, hoy con frecuencia, los niños son sometidos a una cultura nihilista. La introducción en la realidad, que define el acto educativo, es imposible si no se educa al niño a distinguir el verdadero del falso bien o mal. La cultura nihilista se define como una cultura que juzga insignificante esta distinción. ¿Qué relación guarda esto con la maternidad?

Mucha, en una situación como la de hoy, nunca la maternidad ha sido tan necesaria: la maternidad entendida como el lugar espiritual en el cual la persona humana es completamente generada. En el nivel antropológico permanente de la relación hombre-mujer, veamos el reconocimiento efectivo de la dignidad de la mujer en la sociedad, en concreto, en dos componentes esenciales, el económico y el político. Reconocimiento de la dignidad de la mujer en el mundo del trabajo, y efectiva posibilidad de la mujer de configurar la construcción del edificio social a la medida de su feminidad. Son dos desafíos en gran medida, pendientes. No puede ser una respuesta aquella de anular lo más posible la diferencia de la mujer respecto del hombre: la diferencia no es un mal que debemos tolerar, sino un bien que hay que promover. 

Las mujeres son discriminadas, cuando por ejemplo, buscan trabajo y se les pregunta: ¿piensa tener hijos pronto?, si no los tiene, o bien ¿piensa tener más hijos?, si son ya madres. Todos sabemos que se les hacen estas preguntas, mientras que a los hombres no (cf. J.H. Matlary, El tempo della fioritura, ed. Leonardo (Milán 1999).

 

3. La verdad transfigurada de la mujer: Cristo-Iglesia/María “Ven que te voy a mostrar a la novia, a la esposa del Cordero” (Ap. 21, 9)

“Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gal 4, 4). La verdad originaria de la mujer alcanza su perfecta realización y transfiguración en Cristo. El Verbo encarnándose ha querido tener aquella relación única, fundamental que cada humana tiene con la mujer: la relación del hijo con la madre. La humanidad de cada uno de nosotros ha sido plasmada por una mujer. Y así ha sucedido también en el Verbo: su humanidad ha sido plasmada por María, es sentido verdadero Madre de Dios, Theotokos.

Sólo María es capaz de haceros plenamente conscientes de vuestra propia feminidad, es la clave de interpretación de la feminidad. Lo veremos más adelante, ahora continuemos con la narración de la relación Cristo-mujer: es la relación en la cual la verdad de la mujer se revela plenamente, se transfigura. El Verbo podía haber asumido nuestra naturaleza humana sin ser concebido y generado por una mujer, ¿por qué ha querido tener una madre?, ¿cuál es la íntima razón, el significado escondido de esta decisión divina? Los Padres y Doctores de la Iglesia se han hecho esta pregunta.

La relación Cristo-María se relaciona con la de Adán-Eva dentro de un admirable claro-oscuro. Adán-Eva prefiguran aquella unidad de los dos en una sola carne que define el advenimiento de la salvación: la Iglesia. La Iglesia es la realización perfecta de todo lo que era vislumbrado en la creación: Cuerpo y Cabeza, Esposo y Esposa, humanidad divinizada y Cristo. Dos en una sola carne: en la única Carne (eucarística) de Cristo que se dona a Sí mismo (cf. 1 Cor 6, 15-17). Es bastante significativo para las mujeres, y para los hombres, que la Iglesia sea “femenina”, que la eclesialidad adopte la forma de la feminidad. Pero no es sólo este aspecto luminoso. A nuestra perdición cooperó tanto Adán como Eva; a nuestra salvación cooperan con una esencial diversidad Cristo y María.

Santo Tomás tiene un texto maravilloso a este respecto. Me he preguntado, ¿de qué modo la esposa es acogida por el Esposo (viene introdutta allo Sposo) y se une a Él?, ¿qué significa que María coopera al acto redentor de Cristo? Buscando la respuesta a esta pregunta he leído el texto de santo Tomás. Cuando el Verbo se hace carne en el seno de María, es como si se hubiese celebrado el matrimonio entre la humanidad y el Verbo. María dio el consentimiento “en nombre de toda la humanidad” (cf. 3, q. 30, a. 1). La decisión absolutamente gratuita del Padre de hacer de su Unigénito el primogénito de muchos hermanos no se realiza a causa de nuestro consentimiento: a Dios sólo la gloria. Pero no se realiza sin nuestro consentimiento. María lo ha expresado. Éste es el sentido profundo de la Anunciación.

El modo en el que María entra en el origen, en el principio de nuestra salvación, la encarnación del Verbo, revela la verdad profunda de la mujer: es aquella que “consiente-hace posible” que la Vida que está bajo el Padre se haga visible. He aquí por qué está inscrita en la feminidad la vocación a custodiar, a salvar, a no permitir que sea degradada la vida de la persona, en el sentido completo del término. Ninguno tal vez ha expresado mejor que Dante, esta verdad tan profunda de la mujer. El camino de salvación “desde la selva oscura”, ha sido posible gracias a la mujer: Lucía, Matelda, Beatriz, y finalmente, María.

Volviendo otra vez al texto de santo Tomás: María da su consentimiento “en nombre de toda la humanidad”. Juan Pablo II ha mostrado que el símbolo real de todo el cuerpo eclesial, hombres y mujeres, es la mujer: “Se puede decir que la analogía del amor esponsal según la carta a los Efesios relaciona lo “masculino” con lo “femenino”, dado que, como miembros de la Iglesia, también los hombres están incluidos en el concepto de esposa... En la Iglesia cada ser humano –hombre o mujer- es la “esposa”, en cuanto recibe el amor de Cristo redentor como un don y también en cuanto intenta corresponder con el don de la propia persona” (MD 25, 4).

Si ahora reflexionamos sobre los distintos encuentros de Jesús con las mujeres narrados en el Evangelio, encontramos una confirmación continua de lo que sucedió “al principio” de su relación con la mujer: con María en la Anunciación. “Es algo universalmente admitido —incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano— que Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. “Se sorprendían de que hablara con una mujer” (Jn 4, 27)” (MD 12, 1).

Entre tantos encuentros, quisiera detenerme sólo sobre dos de ellos: el encuentro con la samaritana, y aquel con la Magdalena en la mañana de Pascua. En el primero se narra la restitución plena de su dignidad a la mujer: la reintegración de su persona a la verdad y bondad del principio. La pérdida de la dignidad de la mujer resulta de haber sido esposa de seis maridos (Jn 4, 17). Como había enseñado la Escritura desde el principio, el pecado pone a la mujer “a disposición del hombre” (“él te dominará” Gn 3, 16): la degrada a ser objeto de placer. La reintegración acontece porque ella, la mujer samaritana, es introducida en los misterios más profundos de la nueva Alianza: la misma naturaleza de Dios (v. 24a) y la verdadera adoración. Pero sobre todo, es a ella a quien Jesús le revela su identidad, en un modo que no había hecho antes con ninguno. Ella se convierte en la confidente de su secreto más íntimo. Es un acontecimiento increíble: la mujer de seis maridos es instruída en los misterios más grandes. Es más, se convierte en a la anunciadora del Evangelio (vv. 39-42). A María, la llena de gracia, se le hace el anuncio y Ella lo acoge (en nombre de toda la humanidad) y se convierte en aquella en la que el Verbo se hace carne. A la samaritana, degradada en su dignidad, se le da el anuncio de que el Mesías, el don de la salvación, está presente y próximo a ella; ella lo acoge y se convierte en aquella que lo anuncia. Consentimiento que genera vida.

Todavía más significativo es el encuentro del Resucitado con la Magdalena la mañana de Pascua. El hecho de que el Señor haya elegido mostrarse en su gloria por primera vez, no a un apóstol, sino a una mujer, me ha llenado siempre de estupor. María Magdalena es como el símbolo real de la humanidad pecadora que es llamada a la intimidad con el Esposo. “Es el símbolo de la esposa infiel que Dios ha conducido de nuevo a sí en el amor” (D. Barsotti, Meditazione sulle apparizioni del risorto, ed. Queriniana (Brescia 1989); en la mujer pecadora, de nuevo llamada a la unión con el Señor en la gloria, se reafirma la verdad profunda de la mujer y en esta reafirmación se significa la humanidad. Los apóstoles, en cuanto tales, no son llamados a esta unión: ellos son los ministros. Quien tiene al Esposo es solo la esposa. Ellos son los servidores de la esposa. Es ésta la razón profunda por la cual, a causa de su dignidad, la mujer no puede ejercer el ministerio apostólico. En un jardín, aquel del Edén, la mujer ha sido degradada; en un jardín, el de la Resurrección, la mujer ha sido transfigurada a la luz de su verdad plena.

En síntesis, en Cristo la mujer ha sido redimida y transfigurada. Redimida de aquello que había degradado su verdad originaria; transfigurada, porque Él revela plenamente la esencia misma de la feminidad, en María, su Madre.

 

4. La verdad de la mujer: virgen, esposa y madre, “Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 32)

La verdad originaria de la mujer aparece al principio de la creación plenamente realizada en el matrimonio y en la maternidad que normalmente le sigue (Gn 2, 24). La única interpretación sensata del hecho que la persona humana sea hombre y mujer es el matrimonio y la familia. Pero el Verbo encarnado ha mostrado que la verdad originaria podía tener otra realización perfecta: la virginidad por el Reino. Es más, desde un cierto punto de vista, ésta es objetivamente una realización más perfecta.

No sólo, sino que la transfiguración que Cristo realiza en la verdad de la mujer, penetra también en esencia íntima del matrimonio, elevándolo a la dignidad de sacramento de la nueva y eterna Alianza. Virginidad consagrada y matrimonio son, por tanto, las dos posibles vocaciones para cada mujer. Cada una de ellas, expresa, en modo parcial, la verdad de la feminidad, y sólo en su recíproca conexión se transparenta la verdad completa de la mujer.

Desde este punto de vista, vemos como en María la belleza de la feminidad se realiza completamente. Ella es virgen, esposa y madre: como la Iglesia. Y por el contrario, la mujer se niega a sí misma cuando no quiere ser ni virgen, ni esposa, ni madre.

Veamos brevemente algunas reflexiones sobre estas dos modalidades en las que se realiza la vocación de la mujer, comenzando por la que, en cierto modo, presupone a la otra, la virginidad.

Es una reflexión muy contracorriente. Pero no me importa mucho, porque estoy profundamente convencido que sólo una cultura superficial e inhumana como es la nuestra, puede desconocer la verdad y la belleza de lo que estamos diciendo.

La virginidad de la mujer, de la que estoy hablando ahora, es la condición física en la que ella se encuentra cuando no se ha entregado sexualmente a ningún hombre. Obviamente, presupongo dos evidencias. La primera, dimensión esencial de la persona es la libertad, la definición dada de virginidad se comprende en el sentido de que la mujer libremente ha decidido no entregarse sexualmente a ninguno. La segunda, por la misma razón, la tragedia de haber sufrido una violencia sexual no elimina de la mujer su condición de virgen tal como se ha definido. La virginidad, así entendida, ¿es un bien en el sentido moral del término, o bien, es un hecho que carece en sí de valor moral? No sólo a la luz de la Revelación, sino también a la luz de la recta razón, la virginidad es un verdadero y propio bien moral.

La persona humana no tiene simplemente un cuerpo: ella es su cuerpo. El cuerpo es la persona misma en su concreta visibilidad: el cuerpo es el lenguaje de la persona. Ahora bien, ¿qué expresa el cuerpo virgen de una mujer? ¿cómo manifiesta la persona de la mujer un cuerpo virgen? Expresa la voluntad de la mujer de pertenecer, en el amor, a ninguno sino a aquel único con el que será para siempre una sola carne. El cuerpo virgen hace visible una persona-mujer que quiere realizar su verdad, su belleza originaria: “dos (no tres, cuatro...) en una carne sola” bien en la forma de la conyugalidad o en la forma de la consagración a Cristo. Es por ello que las relaciones prematrimoniales constituyen la destrucción pura y simple del amor: la tumba del amor.

He dicho antes que hablando de la virginidad, estoy hablando del “presupuesto” bien de la conyugalidad bien de la consagración. En el sentido de que la virginidad de la que estoy hablando, es —y debe ser— vista en perspectiva: se pone en relación a la entrada en el estado definitivo de la vida, el matrimonio o la consagración por el Reino de los cielos.

Si a primera vista, la virginidad así entendida conlleva una negación, mirando más en profundidad, es muy positiva: es la custodia plena que la mujer hace de su verdad, bien con vistas al matrimonio o a la consagración.

La forma femenina de la humanidad se puede realizar en el matrimonio. El matrimonio cristiano es el camino para alcanzar el Misterio, es decir, la unidad de los dos, Cristo y la Iglesia. Pero la prioridad metodológica no coincide con la prioridad ontológica: la persona de mi madre no es la “reproducción” de la foto que tengo sobre el escritorio. Es exactamente al contrario. No es la unidad de Cristo con la Iglesia la que se “asemeja” a la unidad de los esposos. Es exactamente al contrario: es la unidad de los esposos la que “reproduce” de forma limitada e imperfecta la unidad de Cristo con la Iglesia.

Esta inserción del matrimonio en el Misterio, debe recordarnos dos verdades fundamentales. La primera, dentro de la vida conyugal de dos bautizados está presente la vida misma de Cristo unido a la Iglesia. Los actos que hacen de los dos una sola carne son signos eficaces de esta vida, causados por la vida de la gracia. La segunda, en el matrimonio-sacramento la verdad transfigurada de la mujer encuentra verdaderamente una realización perfecta. El autor de la carta a los Efesios sitúa la mujer-esposa en una relación singular con la Iglesia-esposa de Cristo (cf. Ef 5, 29). En la esponsalidad femenina se hace visible la forma eclesial en la que cada uno de nosotros, hombre o mujer, está llamado a realizarse.

Esta reflexión nos ha introducido ya en la otra forma en la que la mujer puede realizarse: la virginidad consagrada.

Antes de hacer algunas reflexiones al respecto, quisiera detenerme otra vez sobre la maternidad. Sé bien que en el corazón de la mujer no puede no existir el deseo de donar la vida. El rechazo, irracional de donar la vida y el recurso a métodos contraceptivos reduce el matrimonio a un egoísmo de dos. 

Soy plenamente consciente de las dificultades que encuentra hoy una mujer que decide donar generosamente la vida. Es necesario que los responsables de la sociedad civil, a todos los niveles, tomen conciencia de que existen los derechos naturales de la maternidad, y que estos derechos deben ser defendidos y permitir que sean efectivos. ¿Cuáles son?

El primero, el derecho a una pensión familiar. El segundo, es el derecho a educar los propios hijos. La responsabilidad de la elección educativa compete a los padres, no al Estado.

Como he dicho anteriormente, la mujer expresa la verdad última de toda la humanidad, hombres y mujeres: cada hombre y cada mujer está destinado por la gracia del Padre a la unión esponsal con el Señor “esposo”. Cada uno de nosotros, hombre y mujer, se realiza plenamente en la Iglesia-esposa del Cordero.

Esta predestinación final se expresa en la virginidad consagrada. Ésta, finalmente, revela en todo su esplendor la verdad completa de la mujer: la razón por la cual el Creador la ha pensado y querido. “Le haré una ayuda adecuada- los dos serán una sola carne”: mientras decía estas palabras, creaba a Adán-Eva pero pensaba en Cristo-Iglesia (María). La virgen consagrada expresa que éste es el gran Misterio, la verdadera razón recapitular todas las cosas en Cristo (cf. Ef1, 10b) para que Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).

He ahí por qué el carisma de la virginidad consagrada es de una necesidad imprescindible para la Iglesia entera y en particular para los esposos: porque reorienta continuamente la persona humana hombre-mujer hacia su fin último.

Dadas estas condiciones, la virginidad consagrada se hace fecunda por la fecundidad misma de Cristo: fecunda por la nueva vida en la generación del Espíritu. Se convierte en madre en un sentido más verdadero que la mujer casada. No puedo no recordar el testimonio de amor materno de tantas religiosas: en la tarea educativa, en la asistencia a los ancianos, en la cercanía a las familias con problemas. No puedo no pensar en la oblación pura de las religiosas de clausura: son el perfume de Cristo que sube al Padre desde nuestra Iglesia.

Tal vez, alguna de vosotras podría tener la impresión de no haber sido mirada por el Señor, no siendo ni casada ni consagrada.

La copresencia de los dos carismas, matrimonio y virginidad, ha relativizado cada uno de ellos. No es verdad decir: solo el matrimonio realiza a la mujer. Existe la vida consagrada. No es verdad decir: solo la virginidad consagrada realiza a la mujer. Existe también el matrimonio. Por tanto, ni el matrimonio ni la virginidad consagrada son necesarias. Una sola cosa es necesaria. No por casualidad ha sido expresada por una mujer, María en casa de Lázaro, (cf. Lc 10, 38-40): esta forma de ser es propia de cada mujer, casada, o virgen consagrada.

Confío a cada una de vosotras a Aquella que es “bendita entre todas las mujeres” y a cuya luz os veo siempre. Y os bendigo en el nombre del Padre, que ha decidido que su Unigénito fuese hecho por una de vosotras; del Hijo, que ha querido ser concebido en una de vosotras; y del Espíritu Santo, que ha elegido a una de vosotras como morada privilegiada.

Ferrara, 25 marzo 2000, Solemnidad de la Anunciación del Señor


Traducción de Maria Teresa Cid Vázquez (Universidad CEU San Pablo, Madrid)