versión española  

 
italiano
english
español
français
Deutsch
polski
한 국 어


La redención del cuerpo humano
Madrid, Enero 1994


La afirmación de que Cristo con su muerte y resurrección ha redimido al hombre, se coloca al centro de la fe cristiana. Sin embargo, la tarea de este capítulo no es la de hacer una presentación general de la sotereologia cristiana. Se propone un objetivo más limitado. Debemos examinar solamente la eficacia del acto redentor de Cristo en el cuerpo humano o mejor dicho en la persona humana en cuanto persona-cuerpo. Procederemos en modo más bien simple. Primeramente buscaremos de ponernos a la escucha de aquello que la Revelación nos quiere decir al respecto; en un segundo momento trataremos de entender, lo lo mejor posible, este dato revelado.

 

1. El punto de partida es la Resurrección del cuerpo de Cristo: la redención de nuestro cuerpo es una participación de la resurrección del Cuerpo de Cristo. Y por lo tanto es necesario escuchar lo que la Revelación nos dice acerca del Cuerpo Cristo resucitado para entender lo que ella nos dice acerca de la redención de nuestro cuerpo.

 

2. Para mayor claridad expositiva, y simplificando hasta donde nos es posible hacerlo sin traicionar u oscurecer la verdad, me parece que sean dos los “centros” alrededor de los cuales podemos ordenar todo lo que la Revelación nos dice acerca de la Resurrección en cuanto acontecimiento real ocurrido en el mismo Verbo encarnado. Se debe tener presente a ambos, aun cuando por la limitación de la razón humana, estemos obligados a hablar sólo de uno y a insistir en el mismo. Estos son: el cuerpo resucitado de Jesús es el mismo, es decir numéricamente idéntico, que el cuerpo crucificado (A); el cuerpo resucitado de Jesús es un cuerpo espiritual (1 Cor. 15, 44-45), un cuerpo de gloria (Fil. 3, 21), espiritu vivificante (1 Cor. 15, 45), primicia de la nueva creación (1 Cor. 15, 20. 23; 2 Cor. 5, 17) (B).

(A) “Buscáis a Jesús Nazareno, el Crucificado: resucitado, no está aqui; mirad el sitio donde le pusieron” (Mc. 16, 6). En este anuncio de la resurrección que Marcos pone en la boca del ángel, aquello que es inmediata y fuertemente afirmado es precisamente la identidad entre Jesús de Nazaret, o más bien el Crucificado, y el Resucitado que los apóstoles verán. Y en Lucas, como en Juan, se insistirá en el hecho de que el signo por el cual el Resucitado es reconocido, son las llagas de la crucifixión. El permanece por siempre aquel que fue crucificado; el Resucitado es precisamente aquel que fue crucificado.

Para captar el peso y el significado de esta identificación, se imponen dos reflexiones al respecto.

 

La primera. Se debe excluir que la Revelación, de este modo, nos haya querido decir simplemente, enseñarnos, que el espíritu es inmortal, y que la muerte no tiene ningún poder sobre él. Un mensaje similar al Fedón platónico. Aquí tenemos una intervención distinta a la simple conservación en el ser del alma humana de Cristo. Es el cuerpo de Jesús, en el cual y por el cual el alma humana de Jesús ha sido creada, que se re-une con la Persona del Verbo. Todo aquello que constituyó su individualidad humana, todo aquello que El llegó a ser durante el tiempo de su unión con el cuerpo, permanece ahora para siempre. Jesucristo permanece por la eternidad en su carne, es decir en su naturaleza humana de modo completo: cuerpo y alma.

La segunda. Es el mismo cadáver, depuesto en un sepulcro la tarde de la Pasión, que recobró vida; que fue nuevamente informado por el alma humana de Jesús el Cristo, del cual se había separado en la muerte. No se debe pensar a un tipo de “creación” de otro cuerpo. Pero esta última reflexión nos obliga ya a concentrar nuestra atención en el otro punto.

(B) La identidad ontológica (y numérica) entre el cadáver depuesto en la tumba y el cuerpo resucitado de Jesús no es un simple regreso a la vida precedente. Es común en la teología católica decir que la resurrección de Jesús es esencialmente distinta a la resurrección de Lázaro.

Se trata de una re-animación (mas bien: re-asunción) glorificante y transfigurante. El acto divino de la re-asunción es el mismo e idéntico acto de la glorificación-transfiguración. La Gloria de la persona del Verbo, de la cual El despojado, asumiendo la condición de siervo (cfr. también Hbr. 2, 9), ahora penetra e invade perfectamente su carne.

En conclusión: el hecho de que Jesús, de muerto haya entrado en posesión de una vida nueva, también corporal (y no sólo espiritual), una vida corporal transfigurada y glorificada, pero en continuidad ontológica con la vida corporal precedente a muerte, constituye el núcleo de la verdad de la resurrección.

 

3. La Revelación nos dice que Jesús resucitado es la primicia de la nueva creación: el primogénito de los muertos. El acontecimiento de la resurrección ocurrido en Cristo, sucede también en aquel que cree en El (Jn. 6, 39-40). El cuerpo del creyente también es redimido por medio de la participación transfiguración-glorificación del cuerpo de Cristo.

La resurrección de Jesús, o más bien Jesús Resucitado, es causa y modelo de la resurrección de nuestro cuerpo: esta encuentra su fuente y su ejemplar en la vida nueva del nuevo Adán. En efecto, “como llevamos la imagen del Adán terreno, llevaremos también la imagen del del Adán celestial” (1 Cor. 15, 49). Nuestra eterna elección-predestinación a ser conformes con la imagen del Hijo (cfr. Rom. 8, 29) alcanzará su perfección, su completa realización cuando el Cristo “transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso” (Fil. 3, 21). Sólo cuando ocurrirá esta conformación al cuerpo glorioso de Cristo, la redención de la persona humana será perfecta; la persona humana, en efecto, no es sólo espíritu, sino es también su cuerpo. La persona humana es una persona-cuerpo. La redención es la nueva creación, la reconstitución de la persona en su verdad original, belleza y bondad: en la integridad de su ser.

Puesto que nuestra resurrección es causada por la resurrección de Cristo, ya que “no es otra cosa que la extensión en el hombre de la misma resurrección de Cristo” (S. Congregación de la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones concernientes a la escatología, AAS 71, 1979, p. 941), aquello que aconteció en el Cuerpo de Cristo sucederá también en el nuestro. En los documentos de la fe de la Iglesia encontramos, lo tanto, la misma “dialéctica” de la cual hemos hablado con respecto al cuerpo de Cristo: la identidad entre nuestro cuerpo en la condición actual y el cuerpo resucitado, y digamos de transformación del cuerpo actual, en el cuerpo glorioso. El asunto es muy evidente en 1 Cor. 15, 44 donde es el mismo sustantivo que designa nuestro cuerpo actual y nuestro cuerpo resucitado: se denotan las dos condiciones con dos adjetivos que son atribuidos al mismo sustantivo. La dialéctica de continuidad-transformación resulta también claramente enunciada en los vs. 53-54.

Tratemos ahora de ver en que cosa consiste la conformación de nuestro cuerpo mortal al cuerpo resucitado de Cristo.

En el ya citado capítulo de la primera primera carta a los Corintios, S. Pablo presenta la redención de nuestro cuerpo través de una serie de cuatro pares de antítesis: corruptibilidad/incorruptibilidad; innobilidad/gloria; debilidad/fuerza; animalidad/espiritualidad. Aun sin recurrir a un análisis minucioso de cada término, análisis que no que no es necesario para nuestro propósito, el concepto central resulta claro. El cuerpo humano redimido en la resurrección no está más conformado simplemente por su principio natural la psique, sino que está investido por la potencia del Espíritu. La gloria de Dios, su Presencia santa y santificante ha transfigurado el Cuerpo del Verbo encarnado, convirtiéndolo en el verdadero templo, es decir el lugar de la Presencia. Ese ya no es más el cuerpo humillado y débil. Por participación, también nuestro cuerpo será transfigurado por la presencia en él de la gloria de Dios: será un cuerpo “glorioso” que ya no podrá conocer la corrupción de la muerte.

La Revelación contiene también otra afirmación con respecto a la redención de nuestro cuerpo. Esta ya se ha iniciado en la resurrección de Cristo (cfr. Col. 3, 1-4 y Ef. 2, 5-6). San Pablo constata este inicio como un evento ocurrido realmente en cada uno de nosotros en el momento del bautismo (cfr. Rom. 6, 3-11 y Col. 2, 12), mientras que San Juan subraya el vínculo profundo, causal, entre la redención de nuestro cuerpo y la comunión eucarística de la carne de Cristo (Jn. 6, 54). Por lo tanto: por medio del bautismo y de la eucaristía se da ya inicio en nuestro cuerpo ese proceso redentivo que llegará a su cumplimiento en la resurrección final.

 

En este contexto, la S. Escritura hace una conexión profunda entre el evento (bautismal-eucarístico) de la redención de nuestro cuerpo con el empeño de nuestra libertad. Un empeño que se presenta como una conformación a la muerte de Cristo para poder resucitar con El de entre los muertos (cfr. Fil. 3, 10-11).

 

4. Después de haber escuchado escuchado la Revelación divina, tratemos ahora de tener una inteligencia teológica de la Revelación sobre la redención del cuerpo.

El acto redentivo de Cristo rescata en primer lugar el espíritu, o mejor dicho, la persona humana en cuanto sujeto espiritual. No es necesario para nuestro propósito que presentemos toda la doctrina teológica al respecto. Nos limitaremos a un aspecto, vinculado directamente con nuestra temática.

Los puntos de referencia que son constantes para nuestra inteligencia teológica son los siguientes: la redención del cuerpo humano consiste en un “pasaje” transfigurante de la corruptibilidad a la incorruptibilidad, participación a la Resurrección de Cristo; este pasaje se dará plenamente en la resurrección de la carne, pero ya desde ahora, el bautizado que se nutre del Cuerpo y la Sangre de Cristo lo está ya experimentando.

 

4, 1. La doctrina de la Iglesia ha usado el concepto de “integridad” y de “inmortalidad” para connotar el estado de justicia originaria de la persona considerada en su cuerpo.

El concepto de inmortalidad en este contexto es más extenso y comprensivo que el concepto similar elaborado por la filosofía (griega). El concepto filosófico en en realidad, expresa una propiedad esencial del sujeto espiritual como tal: en razón de su simplicidad, el espíritu es naturalmente incorruptible o inmortal. El concepto teológico afirma una propiedad del espíritu, donada a éste más allá de sus (del espíritu) exigencias estructurales, que consiste en una fuerza preter-natural, mediante la cual ésta puede preservar el cuerpo de toda corrupción. Por medio de este don, dado al hombre por el Creador, la persona humana alcanza una plenitud en su ser de manera que, aún estando más allá de sus posibilidades naturales y exigencias, está en continuidad con ese don. En efecto, el hombre es la única persona, en el universo de las personas que es persona-cuerpo. Pero si por un un lado, la persona, en cuanto y porque sujeto espiritual, es incorruptible, por otro lado, en cuanto y porque sujeto corporal, es corruptible: el hombre, en la verdad total su ser personal personal, está destinado a la corruptibilidad. El don de la inmortalidad integra completamente el cuerpo a la subjetividad personal, de modo que la persona, en su totalidad, pueda alcanzar aquella bienaventuranza eterna, a la cual ha sido predestinada en Cristo.

Pero para alcanzar el significado profundo de este don de la inmortalidad, es necesario comprenderlo a la luz del concepto de integridad.

En el capítulo precedente, hemos ya definido, desde un punto de vista puramente filosófico, este concepto. Pero, también en este caso, la razón es capaz de captar sólo un fragmento de la verdad completa de la integridad.

El segundo capitulo de la Génesis describe la integridad originaria de la persona humana, diciendo que el hombre y la mujer estaban desnudos, pero no sentían verguenza. La verguenza es consecuencia de la desobediencia al mandato del Señor.

Como ya hemos visto, el cuerpo es el lenguaje de la persona: en y mediante el cuerpo, la persona expresa a si misma al otro. Es una consecuencia de la unidad sustancial del hombre. La persona se puede ofrecer a la mirada del otro, es decir puede entrar en una relación de comunión reciproca, cuando es vista-querida en su subjetividad personal, precisamente como persona y no como “menos-que-persona“, como objetividad cosificada. El acontecimiento de la comunión inter-personal puede darse sólo si y cuando la dimensión visible del encuentro (la dimensión física) está totalmente subordinada a la dimensión invisible (la dimensión espiritual). Si y cuando el acto de conocimiento y de amor, que instituye en su esencia la relación inter-personal, puede tomar cuerpo (en sentido puramente literal) y, reciprocamente, si y cuando el acto del mirarse, como símbolo de la unificación física, puede ser espiritualizado (está in-formado por el espíritu). Todo este proceso implica una unión perfecta entre la subjetividad espiritual y la subjetividad psico-fisica: unidad que puede consistir solamente en la integridad. La inmortalidad era el signo, que como consecuencia del estado de justicia originaria, la integridad era perfecta, “la victoria del alma sobre el cuerpo era tal, que nada podía suceder en el cuerpo que estuviese en contraste con el espíritu” (S. Tomás, II Sent., dist. 19, a. 5 c).

La integración de la dimensión psico-fisica en la subjetividad espiritual está, sin embargo, condicionada a la sumisión de la voluntad humana a la Santidad de Dios: es la presencia de la Gloria de Dios en el espíritu humano que produce esta perfecta integridad. Por dos razones conectadas entre si.

La primera. Ya hemos visto cual es la condición fundamental para que la persona humana sea integra: la visión (intelectiva) del bien inteligible y la volición (o amor) de este bien inteligible. El proceso de integración se encuentra amenazado por dos lados: el oscurecerse del intelecto que ya no puede ver el bien inteligible, y el volcarse de la voluntad del amor por el bien inteligible al amor del bien sensible.

Es necesario que nos detengamos un momento para explicar estos conceptos, que además son conceptos fundamentales de cada reflexión ética.

El bien inteligible es el bien que es tal (es decir bien) no en relación a mi, a ti… sino en sí y por sí y por lo tanto también para mi, para ti... El bien no inteligible es el bien que es tal (es decir bien) sólo para mi, para ti... Si la expresión no se hubiese completamente diluído y perdido su fuerte significado originario, podríamos decir: el bien inteligible e: el “bien común“; el bien no-inteligible es el “bien privado“. El primero, entonces, es el bien propio de la comunidad de las personas: que cada persona reconoce cuando usa rectamente su inteligencia; el segundo es el bien individual, que vale sólo para la persona que lo afirma.

Puesto que la voluntad es la inclinación racional que la persona produce en si misma delante al bien conocido, la voluntad del bien inteligible es distinta a la voluntad del bien sensible.

Podemos ahora comprender porque la integridad de la persona humana depende de la rectitud de la voluntad (es decir del amor del bien inteligible). La rectitud de la voluntad, en efecto, consiste en querer una realidad en la medida adecuada a su bondad; por su bondad intrinseca, inherente a su ser. La injusticia de la voluntad consiste, al contrario, en querer una realidad en la medida que es simplemente mi bien, tu bien: por la bondad que ella tiene para mi, para ti. Por lo tanto, la voluntad justa ama a Dios sobre todas las cosas, con todas sus fuerzas, porque ésta es la única medida adecuada al Ser divino, mientras que ama todas las otras realidades en la medida que estas participan de la bondad de Dios. En esta rectificación del querer, cada bien es querido (también el bien sensible), pero en el orden. Es decir, Es decir, cada acto volitivo, y cada movimiento hacia cualquier bien está subordinado a la voluntad que ama a Dios sobre todas las cosas, y está integrado en la subjetividad espiritual de modo que nada se opone a la volición racional con la cual el hombre ama a Dios sobre todas las cosas.

La segunda. En el universo de los bienes inteligibles, el bien de la persona creada es absolutamente singular. De hecho, la participación del ser personal en la bondad divina es tal que ésta puede ser querida sólo en sí y por sí misma: ninguna persona puede volverse en el bien de otra en el sentido que ella sirva para el bien de la otra. La comunión inter-personal, por lo tanto, instituída sólo por la justicia, es llevada a su plenitud sólo por el amor. El segundo precepto no puede no ser similar al primero. El mismo Bien es amado, cuando amamos a Dios y a una persona. El Bien imparticipado divino, el bien participado en las personas creadas. Mientras que nada, fuera de las personas (increadas y creadas) puede ser objeto de amor, y sólo el amor es la respuesta adecuada a la bondad inherente del ser-persona.

Cuando la persona se vuelve injusta ante se vuelve injusta ante Dios, no reconoce más a Dios como Dios; todo el orden del bien es entonces arruinado, porque se ha negado el principio mismo que constituye ese orden. Y la persona no es más capaz de constituir una comunión interpersonal.

 

4, 2. La fe de la Iglesia nos enseña que el hombre ha perdido su integridad originaria y su inmortalidad precisamente porque ha pecado. ¿En qué consiste esta desintegración y esta corrupción? Tomando en cuenta lo que hemos dicho hasta ahora, no debería ser difícil responder.

Puesto que la persona humana ha quebrantado su alianza con el Señor, su voluntad ha perdido aquella fuerza (preter-natural) de integrar en todo momento sus movimientos humanos, y asi subordinándolos a si mismo. Esta pérdida significa y comporta dos hechos: que la voluntad termina por subordinarse a los movimientos inferiores y inferiores y que la voluntad misma se mueve en la búsqueda de aquel “bien privado“, del que hemos hablado antes. La penetración intensiva y extensiva de la volición racional, que ama a Dios sobre todas las cosas, en la vida psico-fisica interrumpe; el movimiento de la voluntad hacia Dios se encurva en si mismo o en cualquier bien creado. La fe y la teología de la Iglesia han llamado a esta condición humana, “concupiscencia”.

Es necesario ahora detenernos en este segundo concepto que describe la la condición de la persona humana en el estado de persona “caída”, así como el primero, aquel de justicia-integridad-inmortalidad, describe la condición del hombre en el estado originario de justicia. No se debe tampoco perder de vista que la reflexión sobre sobre la concupiscencia está conducida con una intensión especifica: entender la verdad revelada sobre la redención del cuerpo. El hombre de la inocencia se ha vuelto en el hombre de la concupiscencia. ¿Qué significa este cambio? ¿Qué sucede en la persona humana en cuanto persona-cuerpo?

La persona experimenta en sí una dificultad para entrever la esencialidad humana del cuerpo: es decir, a ver su pertenencia (del cuerpo) intrinseca a la persona. Esta dificultad o debilidad (intra-visiva) es efecto, pero se vuelve a su vez causa, de una cierta fractura constitutiva ocurrida en el interior de la persona, de la unidad originaria (de integración) espiritual y psico-somática del hombre.

Esta fractura de la unidad originaria crea una fractura al interior de los dinamismos operativos, de los cuales S. Pablo habla cuando escribe: “porque me deleito en la ley de Dios, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente” (Rom. 7, 22-23). El cuerpo ya no está más sometido al espíritu, sino que se vuelve en una semilla de oposición constante al espíritu, amenazando así la misma constitución de la persona. En efecto, la orientación o la dirección que esta condición de concupiscencia imprime en el hombre, no puede ser otra cosa que la corrupción y la muerte. Pero no sólo y principalmente en sentido puramente fisico. Es en vez amenazada la misma estructura de la auto-posesión y del auto-dominio, por medio de las cuales la persona se constituye como tal: es, si puedo decirlo, la misma constitución de la persona que es amenazada en su dimensión esencial ética.

Se entiende entonces bien que la concupiscencia no es pecado en sentido estricto y verdadero, sino que, como consecuencia del pecado, se convierte en una fuente permanente de pecado. Es una causa que puede siempre conducir a la persona a pecar.

Si pasamos ahora de una consideración de la concupiscencia en cuanto condición inmanente en cada uno de nosotros, a la consideración del hombre concupiscente en su relación con el otro, en cuanto relaciones mediadas en y por el cuerpo, vemos inmediatamente que la concupiscencia constituye la verdadera amenaza de la comunión interpersonal. El hombre que está dividido dentro de sí, crea división fuera de sí.

Podemos partir de la constatación de un hecho cotidiano. El espíritu es incapaz de mentir a otro; la mentira tiene necesidad siempre del cuerpo y del lenguaje del cuerpo. Por esta razón, es imposible engañar a Dios. El ve nuestro espíritu.

En un estado de perfecta integración del cuerpo en el espíritu, la comunión interpersonal no es sólo posible, sino que no se ve amenazada por nada, porque el “sustrato” necesario de la comunión, es decir el lenguaje del cuerpo, es lenguaje de la persona.

En el estado de concupiscencia la comunión reciproca y través del cuerpo es alterada. El cuerpo deja de constituir el insospechable sustrato de la comunión de personas, porque cada una, a la luz de la propia experiencia personal, pone en duda la capacidad originaria del cuerpo del otro. En la conciencia de cada uno se cierra la simple y directa capacidad de una plena comunión reciproca. Resumiendo: la concupiscencia introduce en la relación interpersonal una amenaza permanente al significado originario del cuerpo como “sustrato” específico de la comunión entre personas humanas. La concupiscencia, en cuanto dificultad permanente de identificación con el propio cuerpo, es dificultad permanente de relación con el otro. Lo que la concupiscencia cuestiona continuamente es la capacidad del don reciproco, deformando la posesión reciproca creada por el dominio del uno hacia el otro.

 

4, 3. A la luz del estado originario de justicia-incorruptibilidad-integridad y del estado de concupiscencia, podemos ahora finalmente intentar una comprensión teológica de la redención del cuerpo.

La experiencia, la conciencia que el hombre tiene de su cuerpo, de sí mismo en cuanto sujeto-cuerpo, lo lleva a concluir con absoluta certeza de que el cuerpo es “corruptible, débil, animal, innoble” (cfr. 1 Cor. 15). La fe nos dice que nuestro cuerpo resucitará incorruptible, fuerte, espiritual y glorioso, en cuanto y porque el cuerpo del Verbo Encarnado ha resucitado. Pero mientras tanto, “nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos esperando... la redención de nuestro cuerpo” (Rom. 8, 23). El hombre se coloca ahora entre dos polos, el primer Adán y el segundo Adán (cfr. 1 Cor. 15, 47): ya en posesión de la redención, en camino hacia la plena transfiguración-glorificación del cuerpo. El bautizado, en efecto, eucarísticamente comulga con el cuerpo y la sangre de Cristo y recibe el Espíritu que da la incorruptibilidad, la fuerza, la espiritualización y la gloria al cuerpo del creyente: como germen que se desarrolla hasta la resurrección final, como dando a luz a si mismo (Rom. 8, 22-25). La comprensión teológica se dirige precisamente a comprender este proceso redentivo del cuerpo. Y porque cada movimiento se hace inteligible considerar su fin, es así que de éste se debe partir.

La resurrección del cuerpo significa, en primer lugar, una “espiritualización” perfecta del mismo. Espiritualización no significa destrucción de la dimensión psico-somática del hombre. Esta significa de que el espíritu, o bien, la subjetividad espiritual del hombre penetrará plenamente en el cuerpo (plenitud intensiva y extensiva) y por lo tanto los dinamismos espirituales gobernarán interiormente los dinamismos psico-somáticos, con la relativa consecuencia de una completa subordinación de estos a aquellos. Es eliminada así la existencia misma de otra ley que combata la ley de la mente (cfr. Rom. 7, 23).

En esta perfecta espiritualización, es decir integración de la persona humana, consiste su (de la persona) perfecta realización. Y en efecto, la persona humana perfecta no es un sujeto espiritual, carente o privado de su cuerpo; no es una persona en la cual las dimensiones constitutivas de la misma se encuentran en oposición dinámica entre ellas; no es una persona en la cual la unificación se ha efectuado por negación. Es la persona en la cual existe una perfecta participación de todo aquello que en el hombre es psico-fisico en aquello que en el hombre es espiritual.

Esto ocurre (y puede ocurrir) sólo en la resurrección, como redención definitiva y perfecta del cuerpo. En efecto, una cierta oposición o división en el interior del hombre, es estructural, y resulta de su misma naturaleza metafisica. La oposición que cada uno de nosotros ha experimentado, es sin embargo coyuntural (= concupiscencia): se trata, en realidad, de la pérdida no de un dato natural, sino de un don preternatural. La resurrección del cuerpo es su definitiva y perfecta redención, porque reintegra a la persona humana, en cuanto unidad sustancial de espíritu y cuerpo, a su condición originaria. Y en esto consiste el paso de la condición “animal” a la condición “espiritual”.

La consecuencia es que esta persona humana es incorruptible: la perfecta sumisión al espíritu (la espiritualización en el sentido ya indicado) libra la carne de la corrupción.

 

Jesús, hablando de la condición de los resucitados, afirma que “los hijos de la resurrección” son “hijos de Dios” (LC. 20, 36). Descubrimos la raíz última de la espiritualización e incorruptibilidad: una participación, consentida en grado máximo a un espíritu creado, de la misma vida trinitaria.

Dios, en su misma vida trinitaria, se comunica con la subjetividad espiritual del hombre y por medio de ella, a su (del hombre) realidad psico-somática. Por medio de Cristo resucitado, la persona humana es permeada y penetrada, inhabitada de aquello que es esencialmente divino.

Del punto de vista humano, el consentimiento de la persona creada para la auto-donación a Dios, es el “punto” en el cual se reúnen todos los dinamismos espirituales, psíquicos y físicos del hombre: es como aquello que liga en unidad todas las dimensiones subjetivas del hombre.

La gloria de Dios vuelve a habitar en el hombre: el cuerpo está glorificado. Esta es la meta final de cada persona. La redención del cuerpo, como sucede ahora, es un camino hacia esta espiritualización-incorrupción-glorificación (divinización).

Este camino tiene su “germen” en la comunicación-comunión (eucarística) con la Carne inmolada y con la Sangre vertida del Verbo encarnado. A través de esta comunión con el Cuerpo y Sangre de Cristo se nos dona ese Espíritu vivificante que crea en nosotros la rectitud de la voluntad (derrama en nosotros la caridad). La voluntad, así sanada y divinizada, con-centra todo el hombre al consentimiento de la acción divina, en el momento que al centro de la persona está la volición racional: y así inicia el proceso de espiritualización del cuerpo.

Este proceso de espiritualización transforma continuamente el cuerpo, volviéndolo siempre más disponible al espíritu.

Se trata de un “proceso“. En efecto en al redimido permanece el “germen” de la concupiscencia: es decir ese germen que amenaza este proceso de redención. Y así, la redención del cuerpo, don de la gracia, implica una respuesta humana que tiene también la característica de una lucha contra aquello que rompe la unidad de la persona, y de una cotidiana y dolorosa generación de sí mismo.

La ética teológica de la sexualidad humana estudia precisamente este proceso redentivo de la persona-cuerpo: desde un punto de vista particular como ya veremos.