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Reflexiones sobre el libro del Papa «Cruzando el umbral de la Esperanza»
México, Febrero 1995


Se me ha pedido presentar algunas reflexiones sobre el libro del Santo Padre: “Cruzando el umbral de la Esperanza”, desde el punto de vista moral. Es decir: para quien se interesa del problema moral del hombre, ¿qué cosa dice el libro? Quisiera responder a esta pregunta. Pero no lo puedo hacer si antes no explico qué significa “problema moral”, “punto de vista moral”. Aunque hoy estas expresiones son muy usadas, no siempre tienen el mismo significado y, de cualquier modo, no tienen el mismo significado que tiene el significado de “moral” en el libro del Santo Padre.

 

1. EL PUNTO DE VISTA MORAL

Cuando hablamos hoy de moral, sea en nuestras conversaciones cotidianas, sea en los discursos científicos, pensamos enseguida en las normas, reglas de comportamiento, normas y reglas que deben guiar nuestras elecciones y decisiones. Por lo cual, el punto de vista moral es el punto de vista de quien se preocupa por regular el ejercicio de la libertad humana. Manteniendo esta visión, los problemas de la moral giran todos en torno a esta relación ley- libertad: ¿Cuáles son estas reglas? ¿Qué fundamento tienen? ¿Cuál su fuerza obligante? ¿Qué autoridad las establece? En una palabra, el problema moral central se formularía de la siguiente manera:

¿Qué cosa debo - qué cosa no debo hacer?

Ahora bien, si nosotros leemos el libro del Santo Padre para encontrar respuestas a estas preguntas, si nos introducimos en él con esta preocupación, no encontraremos nada o muy poco. ¿Por qué? Porque el problema moral central no es aquél: no es el de saber qué debo o qué no debo hacer. En efecto, si hiciéramos una breve investigación histórica, veríamos que aquel modo de proponer la pregunta moral es bastante reciente. En fin, ¿cuál es entonces la pregunta moral? ¿Desde qué ángulo se coloca quien ve al hombre desde el punto de vista moral?

Para responder a esta pregunta, debemos recorrer un camino dentro de nosotros, tomar conciencia de algunas experiencias fundamentales que constituyen la historia cotidiana de cada uno de nosotros. Quiero llevarlos por este camino con ejemplos muy simples. Si a alguien se le dice: “0 amputamos tu pierna o te mueres”, normalmente la persona, aunque con gran dolor, acepta que se le ampute la pierna. Ciertamente cada uno de nosotros desea tener ambas piernas; ciertamente cada uno de nosotros tiene interés de contar con las dos piernas. Sin embargo, más que tener las dos piernas, cada uno de nosotros desea vivir; tiene un interés mayor por vivir que por tener ambas piernas. Por tanto, existen deseos, digamos, condicionados (deseo tener las dos piernas, con la condición de que esto no ponga en peligro mi vida); existen intereses, podemos decir, penúltimos (me interesa tener las dos piernas, pero no hasta el punto de sacrificar mi vida por este interés: al contrario, el interés por mi vida es más grande).

Ahora tratemos de hacernos una pregunta: ¿Todos nuestros intereses son intereses penúltimos, o también existe al menos un interés último? Lo sé: la pregunta es muy difícil. Todavía no sabemos dar una respuesta a este punto. Debemos continuar aún nuestro viaje dentro de nosotros: a visitar nuestro castillo interior, diría Santa Teresa.

Ayudémonos todavía de algunos ejemplos. Estoy seguro de que cada uno de ustedes ha vivido momentos de la vida tan bellos, tan profundamente llenos de alegría, que han pensado o incluso han dicho: “¡Ah, si esto no acabara nunca! ¡Ah, si pudiera detener el tiempo!” ¿Qué es lo que ha sucedido? Su vida, su persona ha logrado la posesión de “algo” en lo que su deseo, cada deseo suyo, se ha cumplido, se ha realizado. A tal punto que no desean otra cosa que permanecer siempre en aquella experiencia. Si ustedes preguntan a una persona: ¿Deseas tener una o dos piernas? Ella responde: por supuesto, dos piernas. Si ustedes preguntan: Mira que si quieres vivir, debes dejarte cortar una pierna, ¿deseas tener las dos piernas o más bien vivir? La persona responde: Claro que vivir. Pero si ustedes preguntan a esta persona: ¿Por qué querrías que este momento no terminase nunca, que se detuviera por siempre? Ella respondería: porque no podría estar mejor: no podría ser más feliz. ¿Lo ven? Nuestro deseo se aplaca cuando nuestro ser alcanza la plenitud. Podemos decir, por tanto: todos nuestros deseos están condicionados, menos uno, el deseo de la plenitud de nuestro ser o de nuestra felicidad.

Pongamos todavía otro ejemplo: el ejemplo del mártir. ¡Cuántos mártires tiene también su país! El mártir se encontró, en un cierto momento de su existencia, ante un dilema terrible: o morir o traicionar la fe en Cristo. Y el mártir escogió morir. ¿Quizás el mártir no tenía interés en vivir? Ciertamente. Imaginemos que estamos frente a un mártir y que podemos hablar con él. “Pero, no te interesa vivir?” “Ciertamente sí, pero no a cualquier costo”. “¿Cómo? ¿Qué significa esto?” “Me interesa vivir, pero no a costa de traicionar a Cristo, porque mi vida ya no tendría ningún sentido”. Todos los mártires han muerto así. No vivir es el supremo interés, sino vivir de modo significativo; no vivir incluso a costa de perder las razones por las cuales vale la pena vivir.

¿Lo ven? No todos nuestros intereses son penúltimos; existe un interés último: el interés no de vivir de cualquier modo, sino de vivir una vida digna de ser vivida. En una palabra: el interés de custodiar la dignidad de la propia persona.

Detengámonos un momento en nuestro viaje dentro de nosotros mismos, para ver cuáles son los resultados que hemos logrado. Primer resultado: existen en nosotros muchos deseos condicionados; pero existe un deseo incondiconado: el deseo de alcanzar la plenitud de nuestro ser, de nuestro bien. Existen en nosotros muchos intereses penúltimos; pero existe un solo interés último: el interés de custodiar la dignidad de la propia persona. Resultado segundo: nuestro deseo incondicionado del bien de nuestro ser y nuestro interés último en la dignidad de nuestra persona, convergen, están dirigidos hacia el mismo objetivo. ¿Cómo podríamos describir este objetivo? El hombre desea incondicionadamente, en último término está interesado en realizar la plenitud de su ser en la medida de la dignidad propia de su persona. A esta plenitud de nuestro ser según la medida de nuestra dignidad de persona, la llamamos con una sola palabra: el bien (propio de la persona humana).

Tal vez las últimas formulaciones les habrán parecido un poco difíciles, quizás lo son en realidad. Sin embargo no hacen sino describir experiencias que vivimos todos. Les ayudaré entonces con un ejemplo más. Una de las dimensiones de la persona humana es la sexualidad. ¿Cuál es el bien propio de la sexualidad humana? ¿En qué consiste la realización de la sexualidad que esté a la medida de la dignidad del hombre y de la mujer que la viven? ¿Es la realización que se tiene en la relación con una prostituta? ¿0 también la que se tiene entre dos personas del mismo sexo? ¿0 tal vez la que se tiene en la relación de amor conyugal? Creo que ahora está claro lo que significa la formulación un tanto técnica: realizar la plenitud de su ser en la medida de la dignidad de la propia persona. Y, ¿qué significa el bien de la persona humana?

Ahora podemos saber cuál es el problema moral central, la pregunta moral central. Es la siguiente: ¿Cuál es el bien de la persona humana, aquel bien que la realiza integralmente según la medida de la propia dignidad?

Podemos ya dar un paso adelante en nuestra reflexión. Nuestra experiencia cotidiana nos dice que la realización del bien de nuestra persona, está confiada a nuestra libertad, a la libertad de cada uno de nosotros. El bien de la persona se realiza en nuestras elecciones, en nuestras decisiones, a través de nuestros actos. Y entonces la pregunta moral puede ser formulada incluso de la manera siguiente: ¿De qué modo nuestra libertad debe elegir, decidir, actuar para realizar el bien integral de la persona en su dignidad. ¿Lo ven? Ha vuelto a aparecer la palabra debo-no debo. Esta, sin embargo, está en función de la experiencia muy fundamental del deseo incondicionado, del interés último por el bien de la propia persona según la medida de su dignidad.

Podemos afirmar que está concluido el primer punto de la reflexión. Habíamos partido de una pregunta: ¿Cuál es el punto de vista moral?

Es el punto de vista desde el cual se mira a la persona humana, en cuanto que ella está en la búsqueda de la plena realización del propio ser según la medidad de la propia dignidad. Más brevemente: está en la búsqueda su bien. Abramos ahora el libro del Santo Padre con esta preocupación, es decir, la preocupación del bien de la persona.

 

2. “CRUZANDO EL UMBRAL DE LA ESPERANZA”

Entrando en la reflexión del Santo Padre a través de esta puerta, nos damos cuenta enseguida de que hemos entrado por la puerta principal. Creo, precisamente, que esto es el “corazón” de la reflexión del Santo Padre: la preocupación por el bien integral de la persona humana según la medida de su dignidad. Tratemos de seguir esta meditación del Santo Padre, a través del reclamo de algunos puntos esenciales: no quiero sustituir la lectura del libro, sino sólo ofrecerles alguna ayuda para la lectura personal.

El camino del hombre hacia la plena realización de su propio bien, hacia su salvación (en términos cristianos), puede ser bloqueado desde el inicio. Más aún, hay algo que puede impedir incluso el comenzarlo. ¿Qué es ese algo? El miedo, la falta de esperanza. Si no se cruza el umbral de la esperanza, ni siquiera se comienza el camino hacia la propia salvación. Se nos limita a nutrir en el propio corazón sólo interes penúltimos, sólo deseos condicionados. Cruzar el umbral de la esperanza, no tener miedo: ¿miedo de qué?

Miedo de sí mismos: “no debemos temer la verdad sobre nosotros mismos” (página 28). Sí, quizás éste es el primer miedo del que tenemos que curar nuestro corazón. ¿Qué cosa puedo esperar de mí mismo? Nada. ¿Por qué ésta que es la pura verdad sobre nosotros mismos (nada somos), no debe impedirnos cruzar el umbral de la esperanza? Porque no debemos tener miedo de Dios. “Todas las veces que Cristo exhorta a no temer, siempre tiene en mente a Dios y al hombre. Quiere decir: No tengan miedo de Dios... No tengan miedo de decir: Padre” (página 29-30). El verdadero, el más profundo miedo del hombre deriva de no saber el nombre del destino, de no conocer si es un Destino bueno o malo, si tiene un rostro benevolo o malévolo. Tal vez nadie mejor que Pascal ha sabido expresar este miedo: “¿Qué es un hombre en el infinito?... igualmente incapaz de aferrar la nada, de la cual ha sido sacado, y el infinito en el cual está inmerso “(Pensamientos, ed. Ch. ochenta y cuatro). No tengan miedo de Dios porque El ha desvelado Su nombre de Padre, nos ha mostrado Su Rostro en Cristo. “Cristo es el sacramento, el signo tangible, visible, del Dios invisible. Sacramento implica presencia. Dios está con nosotros. Dios, infinitamente perfecto, no sólo está con el hombre, sino que El mismo se ha hecho hombre en Jesucristo. No tengan miedo de Dios que se ha hecho hombre” (página 30). El hombre no debe tener miedo de esperar, pues la verdad plena sobre sí mismo no puede ser conocida, afirmada fuera de la luz que resplandece desde el Dios hecho hombre. Si el hombre supiera la propia verdad quedándose sólo consigo mismo, probablemente no habría derecho de esperar, debería haber miedo de cruzar el umbral de la esperanza. Pero ahora el hombre se conoce por el Evangelio.

“¿Qué es el Evangelio? Es una gran afirmación del mundo y del hombre, porque es la revelación de la verdad sobre Dios. Dios es la primera fuente de alegría y de esperanza para el hombre. Un Dios justamente así, como nos lo ha revelado Jesucristo” (página veintiuno). Es gracias al Evangelio que el hombre no debe tener miedo de cruzar el umbral de la esperanza, esperar en la realización plena de la persona según no cualquier medida, sino según la entera medida de la propia dignidad. La búsqueda de este bien que es nuestra verdadera, nuestra plena felicidad, no puede ser bloqueada desde su arranque por la afirmación de la imposibilidad de alcanzarla. Esto, no por un ciego optimismo, sino porque se le ha anunciado al hombre un gran evento: Cristo, Dios hecho hombre para guiarlo a su felicidad. La esperanza no es, entonces, un sueño vago, sino el reconocimiento de aquello para lo cual hemos sido creados y redimidos, el reconocimiento de la bondad de Dios. Para esperar no es necesario soñar, es necesario descubrir siempre con estupor creciente la verdad de sí mismos amados por Dios. “No tengan miedo del misterio de Dios; no tengan miedo de su Amor; y no tengan miedo de la debilidad del hombre ni de su grandeza: El hombre no cesa de ser grande ni siquiera en su debilidad” (página 34). El hombre que vive sin este miedo, ha cruzado ya el umbral de la esperanza, está ya en camino hacia su felicidad.

Llegados a este punto, deberíamos recorrer este camino en compañía del Santo Padre en su libro, en las varias etapas. Sería demasiado largo. Quisiera simplemente, limitarme a algunas reflexiones que me parecen particularmente importantes, siempre desde el punto de vista desde el que estamos leyendo el libro.

Aquel camino del hombre hacia la plenitud de su humanidad, hacia su bien, tiene, por tanto, el carácter de una historia de la salvación, en el sentido de que para recorrerlo el hombre no está solo: Dios lo recorre con él, porque sin esta compañía el hombre se perdería. Ahora bien, justamente en esto se descubre una de las raíces más profundas del drama del hombre contemporáneo. La historia de la salvación, todo lo que estamos diciendo, se resume en lo que Jesús dice a Nicodemo: “Dios... ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito, para que quien cree en El no muera, sino tenga la vida eterna”. “Cada palabra - escribe el Santo Padre - de esta respuesta de Cristo... constituye una suerte de punto de la discordia para una forma mentis (forma de la mente) nacida de las premisas del iluminismo” (página 71). En otras palabras, vivimos en una cultura, somos hijos de una civilización que ha protestado, precisamente, todos los momentos esenciales de la historia de la salvación. Y, de esta forma, el hombre se ha reencontrado más solo que nunca: confiado sólo a sí mismo. He aquí por qué son tan pocos los que hoy cruzan el umbral de la esperanza.

Pero hay otra insidia en este camino, una tentación terrible que puede asentarse en el corazón del creyente: el silencio de Dios. El Santo Padre escribe (página 77): “¿Cómo Dios ha podido permitir tantas guerras, y campos de concentración, el holocausto?” ¿Es posible cruzar todavía el umbral de la esperanza o, más bien, no es más razonable regresar atrás a la propia desesperación? La respuesta del Santo Padre es dramática, no podía ser de otra manera: “Sería irracional esperar de frente al silencio de Dios, si Dios mismo no hubiese vivido a fondo el drama del sufrimiento humano: si no estuviera la Cruz de Cristo. Si hubiera faltado aquella agonía sobre la Cruz, la verdad de que Dios es Amor habría quedado suspendida en el vacío” (página 82). He aquí por qué Dios, en Cristo, ha liberado al hombre del mal radical, de la condenación eterna, porque a través de la Cruz El ha llegado a la Resurreción (página 86).

Esto nos lleva a ver, finalmente, “la verdad más profunda sobre el hombre…” (página 200).

 

CONCLUSION

Debo poner fin a mi reflexión. Lo hago reclamando su atención sobre un pasaje del libro del Santo Padre (p. 227). Nosotros también estamos en el libro. Nos ha confiado la responsabilidad de custodiar la verdad sobre el amor humano. ¿Y se puede tener esperanza sin amor? ¿Se pueden cruzar los umbrales de la esperanza sin cruzar las del amor? Se nos ha pedido mostrar esta simple verdad: El bien de la persona humana según la medida de su dignidad y de la comunión en el amor.