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La familia en la visión cristiana del hombre y de la sociedad
Primera parte
Santiago de Chile, 4 diciembre 1993

 

La formulación del tema es suficientemente clara para indicar el desarrollo de nuestra reflexión. Se trata de ver qué puesto o lugar ocupa la familia en la visión cristiana del hombre y de la sociedad. Non debemos precisamente exponer esta visión. La cual se presupone coma conocida en sus elementos esenciales. Se trata de ver si y cómo el discurso sobre la familia se injerta en el discurso cristiano sobre el hombre y la sociedad.

Pienso que podemos movernos a dos niveles o reflexionar desde dos puntos de vista, el punto de vista de la génesis de la persona humana y de la sociedad y el punto de vista estructural. Me explico.

Para entender la colocación de la familia en la visión cristiana del hombre y de la sociedad, seguiremos dos caminos. El primero estudiará la historia, la génesis de la persona humana y de la sociedad para entender dónde y cómo, en esta historia, en esta génesis, se encuentra la familia. El segundo estudiará la naturaleza misma de la persona humana para comprender si y cómo la familia entra en la constitución de la persona humana.

 

1. Familia y génesis de la persona y de la sociedad

 

Comencemos nuestra reflexión situándonos al origen mismo de la persona: en su ingreso al universo del ser. En términos biológicos: en el momento de su concepción. Si la biología puede (y debe) estudiar este evento como un “caso” particular de leyes generales, cuya verificación requiere varias condiciones, la perspectiva “personalista” (y la visión cristiana es tal) se mueve a otro nivel. ¿Por qué? Porque la persona humana, cada persona humana, tiene en sí y por sí un valor propio que, hechas las debidas precisaciones, no podemos no juzgar infinito. Esta persona no es simplemente el miembro de una especie viviente, el eslabón de una cadena (la vida), la reproducción, aunque sea siempre nueva, de un modelo. Cada persona, es un universo en sí.

Esta percepción profunda que caracteriza la visión cristiana del hombre, encuentra su raíz última en la certeza de que ninguno viene a la existencia por casualidad o por necesidad. Cada uno existe porque es creade, es decir pensado y querido por Dios mismo. Y Santo Tomás anota profundamente que mientas en el orden de la Providencia, cada individuo está siempre al servicio de un todo (su especie viviente por ejemplo), el hombre es la única creatura que es querida por si misma por su Creador: “el concepto de parte, repugna al concepto de persona”. Por lo tanto, el hecho de que sea concebida una persona es un evento de maravillosa grandeza, no de rutina biológica, sea por la preciosidad incomparable de quien es concebido, sea porque en ese evento está involucrada la potencia creadora de Dios.

Era, por lo tanto, inevitable que en el pensamiento cristiano surgiera rápido una pregunta: ¿Cuál es el modo digno de concebir una persona humana? Reflexiónese bien sobre el significado profundo de la pregunta. Es la pregunta sobre qué acto es adecuado — adecuado a la verdad y a la bondad de la persona — para la concepción. De hecho, hoy no existe ya un único modo de poner las condiciones de la concepción de una persona, el de la unión heterosexual, sino es también posible poner esas mismas condiciones prescindiendo completamente del ejercicio de la sexualidad. Pero antes de abordar este hecho, quisiera hacer una reflexión de carácter más general.

Creo que es difícil de negar, que la sexualidad humana está constituida en modo tal que está orientada a la procreación. Sin embargo, este dato, como todo dato biológico, por sí solo no posee aún una relevancia ética. El problema ético es de saber: ¿Cuándo esta capacidad procreativa, inscrita en la sexualidad, puede ser puesta en acto en modo tal que la dignidad de la persona, que podría ser concebida, sea respetada? La respuesta que el pensamiento cristiano ha dado siempre es la siguiente: sólo un hombre y una mujer, unidos en matrimonio legítimo, pueden poner las condiciones del concebimiento de una persona, a través de una unión sexual que sea acto de amor. Debemos, aunque sea brevemente, captar todas la articulaciones de esta repuesta.

Primero. Es requerido el vínculo conyugal dotado de estabilidad. Y la razón es precisamente la dignidad de la persona que puede ser concebida. Ella tiene derecho a ser educada, y este derecho no es asegurado fuera de un vínculo conyugal estable.

Segundo. Es requerido que la unión sexual sea un acto de amor. Ciertamente, la razón inmediata de esta exigencia ética se ubica, más bien, en la dignidad de cada uno de los dos esposos. Ninguno de los dos puede ser sólo usado, aunque sea, en vista de una meta digna: tener una descendencia. La otra persona es digna de ser querida en sí y por sí, es decir, amada. Todavía, sólo este amor conyugal, coloca también a los dos esposos en la relación justa con el posible hijo. Con él (el amor), de hecho, y en él, el hijo es esperado como un don, más que buscado como una realidad debida.

Hemos individuado así, la primera, originaria y fundamental colocación de la familia en la génesis de la persona humana: este es el único lugar digno en el cual la persona puede ser concebida. Ella (la familia) está en su mismo origen.

Puede ser que alguno quede maravillado o perplejo por el hecho de que una parte tan larga de nuestra reflexión haya estado dedicada a una afirmación tan obvia y asumida. Pero en realidad hoy ya no nos encontramos de frente a un hecho obvio y descontado. De hecho, hoy es posible técnicamente y se realiza, una procreación que prescinde, sea del hecho que se tenga un vínculo conyugal, sea del hecho que se tenga un acto sexual como acto que pone las condiciones del concebimiento de una persona. La “procreación artificial” ha vuelto a poner en discusión todo, en cuanto que nos ha obligado a hacer la siguiente pregunta: ¿La conexión matrimonio-sexualidad-procreación es una conexión sólo de hecho o es una conexión de derecho? Hemos llegado a un punto donde se encuentra un nudo de nuestra reflexión, porque esta pregunta es una de las muchas que nacen de nuestra cultura más profunda, de nuestro modo de concebir la naturaleza y su relación con la persona. Tema sobre el cual la Encíclica Veritatis Splendor ha vuelto a llamar nuestra atención.

En la visión cristiana del hombre, esa conexión no es sólo un dato de hecho, que puede ser rota si hay buenas razones para hacerlo. Es una conexión fundada sobre la verdad de la persona y sobre su dignidad. ¿Qué cosa, de hecho, sustituye la actividad sexual en cuanto actividad procreativa? una actividad de carácter técnico. Así pueden ser producidas las cosas, no las personas. Se puede hacer la prótesis de todo, no del amor conyugal. En sustancia: si se acepta la licitud de la rotura de esta conexión, se llega a admitir que el concebimiento de la persona es un hecho puramente artificial-cultural. Me explico.

Admitamos, como hipótesis, que la conexión matrimonio-sexualidad-procreación pueda romperse, si hay razones proporcionadamente graves para hacerlo. La premisa, o el único fundamento que puede justificar, sea en forma teórica, sea en forma práctica, esta hipótesis es que no es posible encontrar en esa conexión valores que se imponen absolutamente, incondicionalmente a nuestra libertad. Se trataría de un dato puramente biológico, frente al cual la libertad humana no está obligada a nada. Se trataría de un dato puramente biológico, privado de un significado propio. La hipótesis de la legitimidad de romper la relación matrimonio-concebimiento-familia, conduce, antes o después, sea a negar el valor del origen familiar de la persona humana, sea a negar que exista una relación intima, profunda entre dignidad de la persona y familia. Es el acoger la tesis de la artificialidad de la familia. Una tesis, veremos en la conferencia siguiente, con enormes consecuencias también políticas.

Quisiera poner fin a este momento de nuestra reflexión. La pregunta de la cual he partido era la siguiente: Estudiando la génesis de la persona, ¿Dónde se coloca la familia en la visión cristiana de la persona humana? La respuesta dada hasta ahora es la siguiente: la familia debe colocarse en el origen mismo de la persona humana. Es decir: el origen de la persona debe ser un origen familiar.

Tenemos una confirmación admirable de este nuestro primer e importante resultado en la Encarnación misma del Verbo. Está fuera de duda que El hubiera podido hacerse hombre entrando al mundo en la plena madurez de su naturaleza humana. El quiso tener un origen familiar. Y nuestra fe nos dice que cosa ha significado esto, en términos de humillación, de “renuncia” a su Gloria divina. También en este modo, El nos ha descubierto la verdad del hombre.

Pero continuemos en esta nuestra reflexión sobre la historia de la persona humana, con el fin de descubrir “los lugares” en los cuales se coloca a la familia en esta misma historia.

Hemos hecho ya un señalamiento: solo un vínculo conyugal estable asegura una conveniente educación, a la cual la persona humana tiene derecho. Encontramos aquí el segundo lugar fundamental en el cual se coloca la familia en la historia de la persona humana: dentro del proceso educativo de la persona.

Para entender con precisión este lugar, sería quizá necesaria una meditación prolongada sobre la experiencia educativa, osea, sobre el desarrollo, la historia de la persona. No tengo ni la competencia ni el tiempo para hacerlo. Me limitaré a algunas reflexiones fundamentales que sirven precisamente para colocar a la familia en este desarrollo, a comprender profundamente porque la familia se coloca tan intimamente dentro al proceso educativo de la persona. El Concilio Vaticano II ha enseñado que el hombre alcanza su plenitud de ser en el don de sí mismo. Por lo que: la plenitud del ser persona consiste en el amor y la persona humana madura es la persona capaz de amar. Donde se aprende, como se aprende esta “ciencia del amor” de la cual hablan tan profundamente también los santos cristianos?

La respuesta a esta pregunta se funda sobre cuanto hemos dicho hasta ahora. Si reflexionamos todavía un momento sobre el nacimiento de la persona, veremos en ella dos profundas dimensiones. La primera consiste en el dato objetivo de que la existencia es siempre un don para quien comienza a existir, en el sentido que se llega a ser siempre a través de la libertad del otro. Este dato objetivo se refleja en la subjetividad de la persona como dependencia total de la existencia del niño del cuidado del otro. Se tiene aquí una experiencia fundamental de la vida. El ser es puramente un don y “el don del ser.. no puede ser en algún modo devuelto, ni siquiera en el curso de toda la experiencia adulta... La postura adecuada de frente a esto es el reconocimiento y el amor, y no el cálculo” (Rocco Buttiglione). Esta es la actitud fundamental de la cual nace el descubrimiento del sentido de la propia existencia: don que es llamado a donarse. ¿Pero con qué condiciones sucede que la persona llega verdaderamente a este descubrimiento de sí mismo como don llamado a donarse? La condición fundamental es que la persona, en el primer momento en que se constituye, se encuentre viviendo en un “espacio espiritual” en el cual el don recíproco, la afirmación de la dignidad del otro sean el fundamento mismo de la existencia. Y este espacio espiritual es precisamente la familia.

Podemos así complementar nuestra respuesta. En la visión cristiana, la familia se coloca no sólo en el nacimiento de la persona, sino en la fuente misma del proceso educativo. En la fuente, he dicho. En el sentido de que ella constituye, indica, el camino a la existencia de la nueva persona, un camino originario, recorriendo el cual el hombre llega a ser consciente de sí y del sentido de la propia existencia.

Esta última reflexión ya nos ha llevado a considerar el lugar de la familia en la génesis de la sociedad humana, osea de la persona como sujeto llamado a vivir en la sociedad. En esta parte de mi reflexión, debo, sin embargo, hacer preceder algunas consideraciones generales sobre la socialidad humana como tal, es decir, no sobre sus formas fundamentales, sino sobre ella en cuanto tal. En una visión cristiana del hombre, ¿Qué significa “socialidad humana”? La respuesta cristiana es profunda y, como siempre, al mismo tiempo se radica en la divina Revelación y responde a las necesidades más profundas del corazón humano.

La historia del pensamiento cristiano demuestra que el concepto de “sociedad” ha estado elaborado al interno de la elaboración rigurosa del concepto de “persona” y viceversa. Este enorme esfuerzo especulativo, durado siglos, nace de la confesión ortodoxa de la Gloria del Misterio mismo de Dios, de su Trinidad Santa y adorable. Es de notarse, de hecho, que fue la reflexión sobre la Trinidad la que generó el concepto de persona, es decir, la Revelación de la comunión divina la que hizo comprender la verdad de la persona. Ahora ¿De qué se constituye esta comprensión?

 

En primer lugar, la persona no puede ser confundida, no puede ser reducida a su estado de conciencia actual: la persona no es originariamente aquello que siente ser. Esta definición de persona hoy tan difundida, en realidad lleva a la muerte del sujeto mismo. Este tiene en sí una consistencia propia que está debajo (sub-stare \ sub-stantia) de los varios movimientos emotivos de la persona. Esta consistencia propia de la persona es de tal intensidad que cada persona es sí misma en modo incomunicable. ¿En qué sentido? en el sentido de que la persona, cada persona no es nunca la reproducción de un modelo ideal cualquiera: ella es en sí y por sí. Y por consiguiente es capaz de ser, de actuar libre y responsablemente. Sin embargo, la persona es también relación con las otras personas ¿Qué significa y qué comporta esta dimensión relacional de la persona? No significa que la persona es constituida en su ser por la relación con las otras personas. Su ser precede la relación con las otras personas. Significa que cada persona es guiada a tomar conciencia de sí a través del reconocimiento que el otro hace en relación a ella. En otras palabras: cada ser humano se hace consciente de la verdad y de la dignidad de su propio ser-persona, cuando otro asume al relacionarse con él la postura espiritual que manifiesta el respeto de su dignidad, es decir el amor. Si por hipótesis absurda, un hombre no fuera nunca mirado por ninguno con una mirada de amor, este hombre no se haría nunca consciente de su verdad y de su dignidad. Para entender la importancia decisiva para el destino de la persona, de lo que estamos diciendo, es suficiente una sola reflexión. La auto-conciencia es un factor decisivo para la auto-realización de la persona. Sólo la persona auto-consciente puede hacer una acto bueno como acto suyo propio. Se trata de un misterio muy profundo y dramático: existe una profunda solidaridad de destino entre las personas, si de su modo de relacionarse depende su acceso o no a la conciencia de su dignidad y verdad. Y comenzamos cuando menos a “sospechar” que la calidad ética de la sociedad es de una importancia decisiva para la suerte de las personas.

Hecha esta reflexión sobre la persona y sobre la relación interpersonal, preguntémonos: en el mundo tan rico de relaciones interpersonales, ¿existen relaciones interpersonales tan importantes que sean decisivas para la persona humana? Existen y entre ellas, la familia es uno de los lugares en los cuales se dan algunas de estas relaciones decisivas. Veamos en qué sentido y cómo, distinguiendo dentro de la familia dos tipos de relaciones interpersonales: la relación conyugal y la relación parental.

La relación conyugal. Esta relación se constituye, en su realidad más profunda, como relación de total pertenencia en la libertad. Hay aquí algo de paradójico. Por una parte, de hecho, no existe una pertenencia más radical que la conyugal; por otra parte, ninguna pertenencia implica una libertad más intensa. Esta paradoja de la relación conyugal nos descubre el sentido más profundo de la libertad. El hombre es libre para hacerle posible al hombre la donación de sí mismo, el amor. Es supremamente libre en la forma más alta de la pertenencia al otro.

Nos hemos preguntado: ¿Existen relaciones interpersonales de decisiva importancia para la persona? Podemos ahora dar la primera respuesta. La relación conyugal es de importancia decisiva porque descubre al hombre y a la mujer que ser libre significa donarse, que libertad no es afirmación de sí contra el otro, sino es afirmación de sí en el don al otro. “Habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario servíos por la caridad los unos a los otros” (Gal 5, 13). La relación conyugal es uno de los lugares privilegiados en los cuales el hombre descubre que este es el sentido de su libertad.

La relación parental. Lo que caracteriza esta relación es la “gratuidad”. Como ya he señalado arriba, en la relación familiar como tal es la persona como tal la que es tomada en consideración. No a causa de lo que ella puede hacer o producir, no a causa de su utilidad, sino simplemente en sí misma y por sí misma. Se tiene la constitución de una sociedad cuya regla fundamental no es la “norma utilitarista” o la “norma hedonista” sino la “norma personalista”. La norma utilitarista regula las relaciones interpersonales sobre la base de la utilidad que en ella puedan obtener los que en ella participan. La norma hedonista regula las relaciones interpersonales sobre la base del placer que de ella puedan recibir los que en ella participan. La norma personalista regula las relaciones interpersonales sobre la base de la dignidad personal como único título de valor. Todo esto es particularmente evidente en el momento en el cual la relación conyugal se trasciende en la relación familiar, el momento, es decir en el cual la mujer se da cuenta de haberse convertido en madre. En ese momento, ella sabe que lleva en sí a otra persona; una persona que pide ser acogida, ser reconocida. ¿Qué título presenta para ser acogida, para ser reconocida? Ninguno, sino su puro y simple ser-persona. El, de hecho, en ese momento no posee otro. Regresaremos en la próxima conferencia sobre este punto.

Podemos concluir este momento de nuestra reflexión sobre el lugar de la familia en la génesis de la socialidad humana. La pregunta es la siguiente: ¿Qué “lugar” ocupa la familia en la construcción, en la génesis de 10 social humano? Nuestra respuesta se articula en los siguientes momentos.

- La socialidad humana se construye originariamente en la relación de recíproco reconocimiento del otro como otro: reconocimiento que corresponde a la actitud del amor [no hagas al otro…].

- En esta construcción, dos relaciones, precisamente las que constituyen la familia, (y éstas son la relación conyugal y la relación parental), son de decisiva importancia. Estas, de hecho, descubren el sentido último de nuestro ser libres y la dignidad personal como título suficiente para ser acogido y amado.

- La familia por lo tanto se coloca en el momento “originario” de la construcción de la sociedad. Más simple: es la “célula” del cuerpo social. En la conferencia siguiente, veremos las consecuencias políticas de esta afirmación.

Podemos ahora concluir el primer punto de nuestra reflexión. Hemos partido de una pregunta fundamental: en el desarrollo, en la génesis de la humanidad de cada hombre, ¿Qué “lugar” ocupa la familia? y nuestra respuesta ha sido la siguiente:

- La familia (más precisamente la relación conyugal) es el único lugar éticamente digno del concebimiento de una persona, por lo cual se podría hablar de un “derecho” de la persona a ser concebida de un hombre y una mujer unidos en legítimo matrimonio.

- La familia es ordinariamente el lugar necesario para fundar la educación de la persona, en cuanto en ella (la familia) la persona está orientada a descubrir el sentido último de su existencia, ser un don que se realiza como don.

- Por consiguiente, la familia se coloca también en el momento “originario” de la construcción de la sociedad.

 

2. La familia y la naturaleza de la persona humana y de la sociedad

 

Pasamos ahora a la segunda parte de nuestra reflexión. Esta sobre la base de cuanto hemos dicho hasta ahora, trata de ver, desde un punto de vista estructural, la relación familia-persona humana-sociedad. ¿Qué significa “estructural”? En la primera parte, hemos, por así decirlo, acompañado a la persona humana en su desarrollo, concebimiento-educación-socialización. Ahora se trata de salir, por así decir, del movimiento y estudiar esta relación estáticamente.

Esta consideración debe partir de una pregunta fundamental: ¿Existe una relación natural entre familia, persona y sociedad? Es decir: ¿La familiaridad es una dimensión esencial de la persona humana y la socialidad humana es también esencialmente socialidad familiar? O tal vez: ¿la familia es un dato puramente cultural? Como habrán entendido, se trata del problema reconocido hoy como problema de la “muerte de la familia”.

Ha sido frecuente, desde los inicios de la época moderna hasta nuestros días, el ataque a la institución familiar consiste en la negación de una radicación de la familia en la naturaleza de la persona humana.

La familia sería como algo sobrepuesto a la verdadera naturaleza de la persona humana. El problema, como veremos en la conferencia siguiente tiene un fuerte significado político. La construcción constitucional de los Estados Unidos de América ignora a la familia y pasa directamente del individuo al estado. Comencemos con una reflexión simple. Desde Platón en adelante, han sido elaborados proyectos para hacer superflua a la familia, sea como relación conyugal, sea como institución educativa, dejando en manos de otros sujetos aquellas tareas o funciones que hasta ese momento eran desarrolladas por la familia. ¿Qué es lo que caracteriza a todos estos proyectos? Mirando las cosas en profundidad, se ve que éstos tienen algo en común: la falta de la percepción de la unicidad, de la incomunicabilidad de la persona. Creo que se trata de un punto muy importante para toda nuestra reflexión.

¿Qué hay en el origen de estos proyectos? Hay una consideración puramente “funcional” de la comunidad familiar y/o de la sexualidad humana. Por consideración funcional entiendo una visión que reduce la familia a ser simplemente “algo en función de…”: En función de la educación, en función de la procreación,... Nótese bien: “función” significa “prestación de una actividad”. Una consideración funcional comporta necesariamente la afirmación de la sustituibilidad de la persona. Si la única razón por la cual la hacienda municipal de transportes asume a la persona es por que esta desarrolla la función de manejar un autobús, cuando el dependiente no se presenta a trabajar, viene sustituido. Si la sexualidad es vista sólo en función del placer que procura, como lo veían “los libertinos” del siglo XVII en Europa, queda claro que la familia no tiene ya sentido. Y el primer ataque serio a la institución familiar viene justamente de los libertinos. Si la educación de los niños es una simple comunicación de modelos puramente formales, está claro que cualquiera puede tomar el lugar de los padres en su educación. Volvamos a pensar todo esto en el interior de la afirmación de la irrepetible unicidad de cada persona y veremos que todo el castillo utopístico de la “muerte de la familia” se destruye completamente. ¿Cómo es que sucede que si un chofer de los servicios públicos no se presenta a la hora en que debe prestar su servicio, es sustituido por otro, mientras si la novia no llega puntual a la cita con el novio, no es sustituida por otra mujer? ¿Cómo es que cuando perdemos una cosa, no nos duele mucho si sabemos que podemos encontrar otra cosa del mismo género, mientras que el pensamiento de que existen todavía muchos otros hombres no nos procura ninguna consolación en la muerte de un amigo? La respuesta es simple: porque la persona, cada persona es única y singularmente preciosa; porque el amor me hace descubrir esta única y singular preciosidad de la persona.

En el horizonte de la comprensión de la persona, como nos es desvelada por el amor, descubrimos finalmente porqué la comunidad conyugal y familiares insustituible: porque es insustituible la persona.

Estamos así cerca de descubrir la primera raíz de la relación persona humana-familia. La naturaleza de la persona humana implica una relación en la cual ésta (persona humana) sea reconocida en su incomunicable preciosidad e irrepetible unicidad: esta relación es la relación conyugal/familiar. Cuando decimos que la persona humana lleva injerta en sí misma una dimensión esencial, queremos decir que la familia se radica en la naturaleza misma del hombre.

Llegamos a la misma conclusión partiendo desde otro punto de vista, no menos importante. Está bien claro a todos que una fuerte contestación a la afirmación apenas hecha, la naturaleza transcultural del instituto familiar, ha venido en estos años de la ideología feminista. Es sobre esto sobre lo que ahora debemos detenernos brevemente.

Si no me equivoco, dos son los fundamentos teóricos de esta ideología. El primero: la relación originaria hombre-mujer no es una relación de reciprocidad y complementariedad en la total igualdad de la dignidad personal; la mujer no es/no debe ser ni virgen, ni esposa, ni madre.

Sobre la base de estos dos presupuestos antropológicos, era inevitable llegar a un ataque frontal al instituto matrimonial y familiar. Tomar algunos elementos de este ataque nos da mucha materia de reflexión.

Sobre la base del primer presupuesto es destruída la experiencia humana fundamental que está en el origen de la comunidad conyugal, la experiencia de la pertenencia que genera la obediencia. En su lugar se construye, única posibilidad, el frágil equilibrio de intereses opuestos. Estamos verdaderamente en un punto central de toda nuestra reflexión. Comencemos por el concepto de obediencia, que es el que ha desatado en mayor parte las iras de la ideología feminista. “Obediencia” no es esencialmente, originariamente, en este contexto, sufrir la voluntad del otro. Obediencia significa acoger al otro en mi interioridad personal en modo tal que ya no puedo considerar ninguna decisión y ninguna acción como verdaderamente mía, si ésta no se toma también contemporaneamente en referencia al otro y, por así decirlo, en la presencia del otro. Obediencia y pertenencia se corresponden perfectamente, por lo tanto, como cóncavo y converso: son dos aspectos de la misma realidad, la realidad de la comunión. Destruída esta realidad de la pertenencia-obediencia, únicamente son posibles contratos cuyo contenido y cuya duración dependen exclusivamente de la decisión de los contratantes.

Sobre la base del segundo presupuesto se niega la existencia en la sexualidad humana femenina de cualquier significado no constituido por la libre proyectación de la persona. Se llega así, fatalmente, a una progresiva “artificialización” de la socialidad humana, que ha encontrado su superior máxima en la doble separación: de la procreación de la sexualidad mediante las técnicas procreativas, de la sexualidad de la procreación mediante la nobilización de la contracepción. Era entonces inevitable que el niño, en este contexto, fuera considerado cada vez más como “aquello de lo cual tengo necesidad para mi felicidad” o como “una incomodidad para mi realización”: aborto y  procreación artificial son frecuentemente propuestos por la misma ideología. Ahora se comprende bien como la negación feminista de la naturalidad transcultural del instituto matrimonial y familiar, ha sido y es también hoy la más radical y la más dañina.

¿Qué hay en el origen de todo esto? Una visión precisa de la sexualidad humana, un tipo de “anti-teología” de la corporeidad humana. Y es en este terreno donde podemos encontrar el segundo camino que nos llevará a entender la relación familia-persona humana sociedad. No podemos prolongar mucho nuestra reflexión; nos contentamos con algunas lineas esenciales.

La sexualidad constituye ciertamente una escisión en el interior de la humanidad de la persona. Me explico. El tener un sexo determinado actúa de modo que cada uno se sienta profundamente incomplete, viva la propia humanidad como faltante. El mito del andrógino en el fondo quería decir esto. Y la pugna bíblica subraya con grande fuerza esta experiencia humana de sentirse incompleto, de faltante, de soledad. Esta situación hace brotar en la persona el deseo de unirse al otro sexo. Se trata de un deseo que precede cada deliberación racional de la persona, a este nivel paragonable al instinto de autoconservación, de la nutrición. Sin embargo, este deseo tiene en sí algo de único: dirige a la persona hacia otra persona. La nutrición se da mediante “objetos”; el deseo sexual se cumple mediante la persona. He usado una palabra profundamente ambigua. He dicho “mediante” es decir “por medio de”. Y es aquí donde se esconde toda la problemática antropológica y ética de la sexualidad humana.

La pregunta es la siguiente: ¿Está inscrita en la sexualidad humana la capacidad, iba decir la invocación, a ser inspirada, gobernada, regulada por la actitud justa hacia la persona? O en cambio, ¿esta inspiración, este gobierno, esta regla es sobrepuesta desde el exterior a la estructura propia de la sexualidad, mientras ésta según la propia naturaleza, es exactamente lucha para la instrumentalización reciproca? Se ve ahora claramente todo el peso de este dilema. Si, de hecho, es verdadera la primera hipótesis interpretativa de la sexualidad humana, entonces — como veremos — el matrimonio y la familia son expresiones de la misma naturaleza de la persona. Si fuera verdadera la segunda hipótesis, el matrimonio sería una simple “sobre-estructura” dependiente de la libre voluntad de las personas. Ahora bien, gran parte del magisterio de Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia ha sido dedicado a demostrar la verdad de la primera hipótesis interpretativa y la falsedad de la segunda. Es importante subrayar que ya en una atención profunda a la sexualidad humana se debe llegar a esta conclusión. ¿Cómo? Examinando seriamente algunos hechos o experiencias.

La experiencia de la ternura. También entre las culturas más primitivas, se distingue la violencia sexual de la unión sexual. Tenemos aquí un hecho que da mucha materia de reflexión. Esto nos dice que sobre la realización del instinto sexual existe una diferencia entre el acto sexual libremente consentido y el impuesto por la fuerza, en una palabra: el instinto sexual está habitado por algo diverso, está integrado en una realidad más compleja.

La experiencia del cuerpo. En realidad, el objeto de atención es el cuerpo en su unitariedad. El se nos presenta naturalmente como cuerpo sexuado, sin embargo la atención a la peculiaridad sexual del cuerpo está inscrita en la atención al cuerpo como tal, en su unitariedad.

Este hecho ya nos dice que el instituto sexual parece estar objetivamente ordenado al encuentro con la persona, justo por la razón de su referirse a la totalidad del cuerpo. Una confirmación todavía más profunda la tenemos en otra experiencia.

 

La experiencia del pudor. El pudor es el saber que el cuerpo humano es la sede, la expresión, de un misterio que merece ser venerado y no violado. De ahí ese carácter defensivo tan típico del pudor, esa tendencia a esconder este misterio y a revelarlo sólo en la intimidad.

Esta triple experiencia nos ha conducido a la misma conclusión. El cuerpo humano es un cuerpo personal y la persona humana es una persona corporal. Y aquí se entra en la pregunta ética esencial: ¿En qué modo es posible hacer del cuerpo de otro ser humano el objeto de los propios actos sexuales sin ofender a su personalidad, sino más bien venerandola y ayudándola a cumplirse? Esto sucede, cuando el acto sexual expresa la comunión de amor entre el hombre y la mujer, que no subsisten ya separadamente sino se pertenecen recíprocamente para siempre. El amor que se dona es la verdad última de la sexualidad humana.

Es importante que ahora nos detengamos sobre algunas implicaciones de esta afirmación, desde el punto de vista antropológico y ético. Las consecuencias políticas serán estudiadas en la siguiente conferencia. La separación de la sexualidad del amor impide entender la profunda radicación del matrimonio en la persona humana. Esta separación constituye uno de los problemas más graves, también desde el punto de vista pedagógico, de nuestra cultura occidental.

Son muchas las diferencias que distinguen a las personas entre sí. Pero la mas profunda parece ser la diferenciación sexual: la persona humana antes de ser cualquier otra cosa es hombre y mujer. De donde deriva que el primer problema social está constituido por la relación hombre-mujer, que la calidad humana de una sociedad depende de la calidad de la relación hombre-mujer. Esta relación está mediada por y en el cuerpo. La lectura del significado del cuerpo que una cultura realiza, es de decisiva importancia para la construcción de toda la cultura misma. La reducción antropológica del significado del cuerpo, a la cual a menudo asistimos, es causa y efecto al mismo tiempo de una visión falsa de la persona humana.

Podemos concluír esta segunda parte de nuestra reflexión. La pregunta que nos habíamos puesto era la siguiente: ¿Qué relación existe entre la naturaleza de la persona humana y el matrimonio y la familia? ¿Se trata de dos realidades que no tienen una relación intrínseca, sino sólo puesta, constituida por la libertad del hombre, o bien se trata de dos realidades conectadas íntimamente? La mejor síntesis de la respuesta la podemos encontrar en el número 11, 1-3 de la Familiaris Consortio:

«Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor.

Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano.

En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual».